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Siempre se me queman los plátanos

Foto del escritor: LegómenaLegómena

No puedo ni empezar a decir lo que la pandemia ha venido a hacer al mundo, lo que sí puedo resaltar es que no es primera vez que lo hace. Tampoco puedo describir, y mucho menos entender, al menos todavía, lo que ha venido a hacerme a mí. Claro, esta pandemia es nueva, por eso llegó a ser pandemia, porque nuestros cuerpos nunca han estado en contacto con el agente causal, y esa es la razón por la que se expande tan rápidamente y en algunos casos, llegando a la fatalidad, si es que así puede llamarse a la muerte. Sin embargo, la pandemia nos trae un abanico de posibilidades, así como lo hace la vida. Porque son las crisis las que nos tiran a las cuerdas de lo que realmente es importante, de lo que verdaderamente vale.

Todos hemos pasado por mucho durante estos días y demasiado rápido. Haciendo las cuentas, yo apenas llevo unas cuantas semanas de cuarentena, y tengo la sensación de que han sido muchos días, pero también muy pocos. O, mejor dicho, han pasado demasiadas cosas en tan corto tiempo. Al inicio fue inmensa la sorpresa, el estrés, la prisa, el desconcierto, la incertidumbre, el miedo, incluso terror, todo orquestado por una mar de adrenalina y pringas de nerviosismo. Sin embargo, poco a poco, van desvaneciéndose algunos de los sentimientos, y fortaleciéndose otros; lentamente, pero con ritmo, va cuajando más la realidad y mostrándose las posibilidades: son tantas, al igual, claro, que las preguntas. Los cuestionamientos vienen a raíz de la incertidumbre: ¿qué va a pasar?, ¿cuándo acabará?, ¿me voy a morir?, son solo algunas de las preguntas que, creo, nos atacan a todos. Lo más curioso es que a todos también nos responde un silencio incómodo, pues definitivamente no es algo que podamos saber hoy. Falta y es el tiempo quien traerá las respuestas.

Una cosa que he hecho es leer lo que ha sucedido en otras. Soy fanática de la historia y he aprovechado esa afición para adentrarme en situaciones similares lo que me ha llevado a encontrarme con sorpresas que me han dejado perpleja y meditando. Voy a adelantar mi conclusión: no aprendemos de lo vivido. No aprendemos nada. Ya lo decía Hegel: “la lección más grande de la historia es que no aprendemos de la historia” y tiene toda la razón. Cuando veo las reacciones que estamos teniendo como sociedad, es que, de verdad, no hemos cambiado en lo más profundo. Lo externo, sí, se adapta, es contemporáneo, es actual, tiene sus características propias, su toque personal, pero francamente en el fondo seguimos siendo lo mismo, tanto en el siglo V, como ahora (siendo el ahora, cuando estas letras sean leídas). Es como un “deja vú” social.

Me sorprende mucho la necedad del ser humano. Un ser que al final se empeña en no escuchar la voz de su propia experiencia, y francamente llega a chocarme mucho, pero luego, me veo a mí misma, y comprendo esta resistencia al aprendizaje. No sé de dónde viene realmente. Yo la he vivido, pues no soy la única en el mundo que cae más de dos veces en el mismo error, así somos, pero el sabio es quien aprende, el necio se resiste.

Siempre se me queman los plátanos. Siempre. Cuando los hago fritos, es automático que terminen negros, tostados. Y la razón es que los dejo, descuidados; hago otras cosas mientras están en el sartén, y cuando vuelvo a ellos el resultado es el mismo: no aprendo de mi error. No calculo el tiempo, debiendo hacerlo ya a estas alturas, pues suelo comer plátanos varias veces al mes. Simplemente no estoy presente y quizás no quiero estarlo, no quiero aprender pues no me molesta el resultado: me acostumbré a comer plátanos quemados. Así que, viéndome, y viéndonos, como sociedad, no tengo mucha autoridad moral para señalar. Solo me queda aprender a freír plátanos y a sacar de esta pandemia, y de todas las crisis que atraviese, una lección de vida.

 
 
 

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