Hay una idea que me sigue corroyendo el seso, y el alma, desde hace un tiempo. No entiendo cómo es que aún no logramos responder a las preguntas más profundas de la vida, del ser humano. No entiendo cómo es posible que, a estas alturas de la historia, aún no sepamos qué somos como especie. A la pregunta de ¿Quién soy? Sigue un silencio incómodo que dura toda la vida. Un canto de grillos celestiales nos acompaña. No sabemos quiénes somos y parece que al medio vislumbrarlo es cuando morimos. Siempre me ha parecido que eso no tiene ninguna gracia: me paso con una sola pregunta toda la vida y al empezar la respuesta, desaparezco, me desvanezco, se da el siguiente paso, ¡y puf! Ya no estoy. Dejo de “existir”, al obtener mi respuesta existencial. Son esas ironías que nos juega la vida, creo. Lo cierto es que ni la biología, ni la medicina, ni la genética, ni la psicología, ni la filosofía, sociología, o la antropología, y mucho menos la teología, ninguna, ha logrado definir lo que realmente es el ser humano. Todos los conceptos y definiciones parecen ser incorrectos, se quedan incompletos, son muy pobres en su objeto. Lo más irónico es que no se puede definir al humano como ser, y se torna todo más complejo, sobre todo cuando intento dar una definición de mí mismo. A la pregunta de ¿quién soy? Me puedo pasar cien años y no lograr respuesta alguna. Es muy raro todo esto. Lo más curioso aún, es que todas las ciencias que he mencionado, con la rigurosidad más pura, que las caracteriza, siguen respondiendo miles de preguntas, mediante una labor bastante loable. El avance que la humanidad ha manifestado durante su historia es impresionante, sin embargo, seguimos sin responder las preguntas más primitivas que nos agitan y por supuesto, sin comprender, las verdades más profundas que nos rigen. Yo sigo viéndome como un ser único. Lo soy, lo somos cada uno. Y eso, ya está más que demostrado, por las ciencias biológicas y humanísticas: “somos únicos y irrepetibles, aunque a imagen de Dios”, “genéticamente, no hay nadie igual a otro”, “cada uno reacciona diferente a distintos tratamientos, pues tenemos diferencias que nos hacen únicos”, etc, etc, etc. Todos somos únicos, por lo que es imposible que nadie pueda responderme mi pregunta: ¿Quién soy yo? Porque somos indefinibles. Somos un concepto único, que no tiene respuesta fuera de nosotros mismos. Nadie podrá proporcionarla y ni siquiera explicarla. Por eso cuando alguien pregunta: ¿quién eres? ¿quién es fulanita o fulanito?, la única respuesta real es: “soy yo”. Así como Dios proporcionó la respuesta aquella de: “yo Soy el que Soy”, de igual forma debería ser la nuestra.
Una vez a una amiga le preguntaron, “pero ¿quién es María?”, y María respondió, acercándose a quien hacía la pregunta, tomándole la mano, y colocándola en su corazón, para que sintiera sus latidos, la vio a los ojos y le dijo: “esta soy yo, ese latido”. Su interlocutora, se quedó insatisfecha, y de una forma muy pragmática dijo, “eso no me dice nada”, y francamente tenía toda la razón. Quien yo soy, solo me hace sentido a mí, sólo yo lo puedo llegar a definir, a entender, a sentir, a expresar, pero no a los otros, quienes captarán una ligera parte y muy superficial, de mi esencia. El amor hace que logremos ver el alma del otro, verle tal cual es, pero también siento que se queda corto, o quizás no he encontrado el amor verdadero y no soy quien para describirlo.Lo cierto es que siento que esta es una tarea muy personal, una búsqueda interna, más que bibliográfica, con una única respuesta, que será pronunciada mientras exhalamos nuestro último suspiro. A la pregunta de ¿quién soy? será la Muerte la que responda.
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